martes, 10 de febrero de 2009

“DIALOGO ABSURDO ENTRE LA PANCHITA Y UNA CACATÚA”



(Los personajes están en una terraza. Panchita está jugando con un juego de tacitas. Ordena las tacitas de manera muy mona. La cacatúa está en una jaula dorada redondeada. Todo está dispuesto de forma estrictamente simétrica)

CACATÚA: ¿Quién eres?

(Ante la pregunta, Panchita deja el juego de tacitas y se levanta)

PANCHITA: Soy la Panchita y soy la más bella (Hace una reverencia)

CACATÚA: ¿Entre quienes?

PANCHITA: Entre todas

CACATÚA: ¿Quiénes son “todas”?

PANCHITA: Todas las bellas

CACATÚA: Y tú ¿Quién eres para decir eso?

PANCHITA: Soy la Panchita y soy la más bella

CACATÚA: Pruébalo

(Panchita extiende los brazos y se da una vuelta completa en trescientos sesenta grados, como si cada una de sus manos fuera la aguja de un reloj)

CACATÚA: Eso no prueba nada

(No dicen una palabra en 20 segundos)

CACATÚA: ¿Tienes alguna otra prueba?

(Panchita se encoge de hombros)

CACATÚA: Entonces, no eres la más bella

PANCHITA: Que no pueda probártelo no significa que no lo sea

CACATÚA: Pero tú tienes la carga de probar el hecho, y yo no puedo decidir conforme a meras suposiciones. Por lo que yo sé, tú no eres la más bella. Tenías que probarlo y no lo has probado. Lo que no está en el proceso no está en el mundo

(Espera un poco)

CACATÚA: Y por lo demás, he visto a varias más bellas que tú

PANCHITA: (Ofuscada) ¡Pruébalo!

CACATÚA: No tengo porqué. Eres tú la que alega ser la más bella

PANCHITA: (Sigue ofuscada) ¡No! ¡Prueba que has visto a varias más bellas que yo!

CACATÚA: Ya te dije: no tengo que probar nada. Recuerda mi posición y mi rango

(Espera un poco)

CACATÚA: Además, yo soy un doctísimo moralista y un eximio jurisconsulto, y tú eres sólo una niña tonta

PANCHITA: ¡Pero si tú eres una cacatúa!

CACATÚA: Una cosa no obsta a la otra. Por lo demás, estoy en esta jaula por mi propia voluntad. Nadie me retiene.

(Esperan un poco)

PANCHITA: ¿Dónde aprendiste de moral?

CACATÚA: Siempre supe

PANCHITA: ¡Eso no es posible!

CACATÚA: Sí lo es

PANCHITA: ¿Cuándo naciste?

CACATÚA: No lo recuerdo. Por lo que yo sé, he existido siempre

PANCHITA: Eso no es posible. En todas las cosas hay un comienzo y un final. Tú tienes que haber salido de un huevo alguna vez

CACATÚA: No veo por qué

PANCHITA: (Pensativa) Bueno, las cacatúas y los loros salen de huevos…

CACATÚA: No lo creo. En verdad, creo que estás llena de prejuicios infundados

PANCHITA: Bueno… ¿y de dónde saliste?

CACATÚA: Me es absolutamente indiferente. En todo caso, de moral yo siempre he sabido

PANCHITA: ¿Cómo puedes saber tanto de moral si no te cuestionas tu origen? ¿Acaso crees vivir en el limbo?

CACATÚA: Son dos asuntos enteramente independientes. Tengo que comportarme moralmente de todos modos, sea que haya salido de un huevo o del centro de la tierra. Cuál haya sido mi origen es un dato anecdótico carente de interés.

CACATÚA: La verdad, me parece que eres bastante ignorante

(Callan un rato)

PANCHITA: ¿No te molesta estar en una jaula?

CACATÚA: Ya te dije que nadie me obliga a estar aquí

PANCHITA: Sí, pero eso no implica que te agrade…

CACATÚA: ¡Por supuesto que sí!: me quedo en la medida que me agrade

PANCHITA: Pero… podría no gustarte estar en esa jaula, y aún así tener motivos para quedarte…

CACATÚA: (Turbado) ¿Quién te crees que eres para hacer ese tipo de especulaciones?

PANCHITA: Soy la Panchita y soy la más bella (Hace una reverencia)

(Empieza todo de nuevo mientras se cierra el telón)

"Stalker" (cuento)

Cinco veces la trató de abordar. No tenía éxito. Sus competidores directos –los machos alpha- se agrupaban en torno a ella como hienas. Su carne lozana y aromática exhalaba un cálido sudor. Olía a pubertad. Varias veces la trató de abordar, pero ahora tendría éxito. Ratzemberg preparó concienzudamente su embestida. La había craneado metódicamente durante largas veladas de chat y onanismo. Nadie podría interponerse entre su lanza y la rozagante vagina de su presa. Nadie. Pero… ¿por qué triunfaría Ratzemberg donde hasta los mejores habían fracasado? No tenía músculos, ni estatura, ni tampoco era bien parecido. De hecho, ni siquiera se bañaba. ¿Qué tenía entonces? ¿Encanto? Pues claro. Ratzemberg creía poseer un ilimitado encanto, capaz de someter a la más esquiva mozuela. Su apariencia de intelectual de izquierdas unida a su talento (también ilimitado) bastaba –y aún sobraba- para emprender con éxito cualquier conquista. Con todo ¿por qué aún no lograba acostarse con alguna chica? ¿Una mala racha, tal vez? Asumamos que las chicas de la universidad eran todavía inmaduras y superficiales y que, en el fondo, no le bastaban. Es más, si lo rechazaron, tanto mejor. Aquila non capit muscas[1], pensaba con regocijo.

Aquella tarde quedó de reunirse con ella. El pretexto era muy sencillo: Elías Ratzemberg, doctísimo estudiante de estadística y ciencias sociales requería de la cooperación de una muchacha de buen talante, a fin de concretar una importante investigación para el Centro de Estudios del Comportamiento Humano. Los detalles de la susodicha cooperación serían arreglados en el transcurso de la noche. En todo caso, Ratzemberg le había adelantado que se trataría de una edificante experiencia cinematográfica. Es increíble lo que el talento puede hacer en favor de la seducción, pensaba.

Una vez que llegaron al lugar del experimento, ella se sobresaltó. Era el célebre teatro Rommy, especializado en cine pornográfico. Estaban dando un ciclo especial de clásicos porno de los setentas, a precios populares, por supuesto. Pequeñas grandes joyas como “Las mucamitas viciosas”, “Juana la guarra” y “Noventa y nueve semanas y media” eran proyectadas hora tras hora, en un programa rotativo. – ¡Cómo me traes a ver esta cosa…!!- gritó ella, exaltada. A continuación, Ratzemberg ilustró a su compañera -dando gala de infinita paciencia y mayor talento- con un elenco de convincentes razones para ingresar a ver las películas. Le explicó que el propósito del experimento era determinar la frecuencia oscilatoria de las pupilas y el grado de dilatación involuntaria del iris, mediando la exposición del paciente a una sucesión ininterrumpida de imágenes de contenido erótico. El instrumento de medición a utilizar era un aparato de diagnóstico del astigmatismo (convenientemente sustraído de la consulta del doctor Ratzemberg senior la noche anterior). Tras la explicación, la muchacha accedió, más curiosa que convencida. La verdad es que toda esa parafernalia le recordaba demasiado a “Blade Runner”[2], clásico cyber-punk de los ochentas.

Ahora, tan sólo un obstáculo se erigía entre el cazador y su presa: la falta de dinero. - ¿Me puedes pagar la entrada? Sabes, se me olvidó traer mi billetera. Tú comprendes, los sujetos brillantes solemos ser distraídos-. La chica no asintió de inmediato. La verdad, todavía no sabía que pensar acerca de todo esto.

Una vez adentro, Ratzemberg y su compañera se sentaron en sendas butacas, justo en la mitad de la sala. Estaban proyectando “Orgías en el hospital”, exitosa secuela de “Jenny, la enfermera afrodita”. Ella pagaba las palomitas.

Mientras la muchacha se introducía en las dulces aguas del séptimo arte, Ratzemberg escribía una serie de palabras ininteligibles en una libreta, simulando anotar los pormenores del experimento. Transcurridos quince minutos, la tomó de la mano e intentó besarla. No tuvo éxito: ella lo había esquivado una vez más (era la sexta). En la pantalla, Jenny le realizaba una fragorosa felación a un paciente minusválido. El metraje llevaba treinta minutos.

El minusválido eyaculó en la boca de Jenny. Detrás de la pantalla, Ratzemberg fraguaba industriosamente un plan alternativo. La esquiva doncella habría de caer, eventualmente. Probablemente ni siquiera se había percatado de las intenciones de Ratzemberg, encontrándose todavía absorta en la contemplación de pollas y vaginas. Después de todo ¿qué chica sería capaz de resistírsele? El séptimo intento fue algo más evidente, y la reacción de la fémina un poco más brusca. Luego del intento de beso, un claro gesto de desagrado se dibujó en el hermoso rostro de la muchacha. Nuevamente había fracasado. ¿Era para preocuparse, en todo caso? ¡Por supuesto que no!: es un hecho inconcuso que las mujeres suelen renegar de las atenciones de quienes más desean, puesto que prefieren ser conquistadas por la fuerza. La tenía loca, eso era evidente.

Finalmente, Ratzemberg optó por sujetar a la muchacha por el mentón y besarla a la fuerza, intentando frustradamente introducirle la lengua en su boca. ¡Victoria!, clamó el talentoso. Desde luego, la desesperada resistencia de la chica fue interpretada como un síntoma inequívoco de la ardorosa pasión despertada por el beso de su nuevo amante. La muchacha comenzaba a sentirse como Betsy, el personaje de Cybill Shepherd en “Taxi Driver”. “Me han traído aquí para chingar”, pensó. Los créditos de la película inundaban la pantalla.

Ratzemberg, satisfecho con su osadía, planificaba su siguiente movimiento. Ya había pasado de tercera base. “Las mucamitas viciosas” estaban en su décimo minuto. Era tiempo de atacar.

Antes que Ratzemberg pudiera intentar movimiento alguno, se sucedió una serie de acontecimientos de suyo curiosos. En la fila de atrás, una mujer obesa y ordinaria y llena de lápiz labial observaba atentamente la película. Una espesa humareda la rodeaba por completo. Fumaba como carretonera. De pronto, un hombrecillo insignificante se le acercó. En medio de la humareda, empezaron a follar frenéticamente. Asqueada por el insoportable jadeo, la chica se retiró indignada. Ratzemberg fue tras ella: había jurado que no se le escaparía de nuevo. Era la tarde del jueves.

Al día siguiente, Ratzemberg la fue a esperar a su casa (sin avisarle, por supuesto). Fácil labor, en todo caso: el cazador había hecho su tarea con suma diligencia, averiguando todos los horarios y lugares relevantes. Incluso había trazado un itinerario pormenorizado en función de la cacería. A las cuatro y media, el talentoso Ratzemberg se encontraba sentado en la cama de su víctima, masturbándose con las prendas íntimas que había sustraído de la cómoda minutos antes. Había trepado por el muro de la propiedad, aprovechando que el cuarto de la chica tenía el ventanal abierto. Minutos después, la muchacha abrió la puerta de su pieza. “Es un psicópata. Es un psicópata y me va a violar”, pensó. Sin inmutarse, Ratzemberg la abordó con una conversación trivial. Le comentó acerca de unos ciclos de cine negro que estaban pasando en sepa Dios qué teatro. No la convenció. Acto seguido, la invitó a tomar café en un sitio muy ameno que conocía. Ella haría lo que fuera por sacarlo de la casa. Aceptó resignada.

Las paredes de la cafetería estaban pintadas de color negro. La música ambiental era genuinamente insoportable. Era un café beatnik, por cierto. Entraron y se sentaron. Ratzemberg le ofreció un porro de hachís “del bueno”, en su opinión. Mientras fumaban, él le empezó a hablar de arte conceptual. Diez minutos más tarde, la muchacha se había relajado por completo. Ratzemberg le susurró al oído un piropo sexual. Ella estalló en risas. Cinco minutos después, salieron del recinto. Ella pagó, por supuesto. De pronto era de noche y estaban el portón del “Cosmonauta”. Ratzemberg la trató de besar nuevamente. Fue el octavo fracaso. Debían ser los efectos del porro, seguramente.

Superada la algarabía del hachís, él le sugirió que se acostaran. No alcanzó a recibir respuesta cuando fueron súbitamente descubiertos por la policía. Sin decir una palabra, Ratzemberg huyó, raudo como el viento. Su compañera quedó sola y a merced del Estado. Fue detenida por encontrarse bajo el efecto de estupefacientes ilícitos en plena vía pública. Según la aplaudida Ley de Estados Antisociales, se trataba de una candidata perfecta para el programa de reeducación y readaptación social.

Una vez en el recinto de detención, el defensor público la sermoneó como un cura. Le aconsejó integrarse a uno de esos grupos juveniles que organizan las parroquias. Él mismo había conocido a su esposa en “Jóvenes por la eucaristía”. Incluso le recomendó un programa en particular, dirigido por un cura jesuita: había logrado reincorporar a la Iglesia a muchos jóvenes desorientados, decía. “Una hermosa jovencita con todo un camino que recorrer no puede estar arruinándose la vida así”, declamó, dando cuenta de una preocupación casi paternal. Hasta la instó a inscribirse en el registro electoral. Curiosamente, el juez instructor fue mucho menos severo: la declaración indagatoria fue corta y sin mucha pompa. Tenía más trabajo, sin duda. Todo indicaba que tendría que pasar dos meses en un taller de reeducación impartido dos veces a la semana en el centro comunitario. No era tan grave.

Ya afuera del recinto, la muchacha quedó completamente sola. No sabía la hora, ni el lugar, ni tampoco tenía muy claro lo que estaba pasando. Aparentemente era la mañana del sábado. Un par de policías la escoltaron hasta su casa.

El lunes, la fresca y lozana chiquilla asistió regularmente a sus clases de literatura. Era una novata, y por lo tanto no conocía a Ratzemberg, quien moraba por dicha facultad hace buen tiempo. Turbada por los extraños acontecimientos, la muchacha comentó sus recientes experiencias a Francisca, su amiga del alma. ¡Pero si hay un Elías Ratzemberg en la Facultad!- afirmó Francisca. Presa de un tremendo interés y mayor curiosidad, la chica pidió a su amiga una individualización completa del susodicho. ¡Vaya alcance de nombres!, pensó. La descripción proporcionada por su amiga fue precisa y acuciosa: estatura mediana, delgado, desaseado, barba incipiente e irregular, bigotes asimétricos, cara de roedor, voz de serpentín. La bella muchacha tuvo un buen tema en que pensar aquella tarde.

Al día siguiente, Francisca divisó la esbelta y augusta silueta de Elías Ratzemberg. Presurosa y diligente, fue en busca de su amiga. – ¡Ese es Elías Ratzemberg!- señaló- ¿Tendrá algo que ver con el que te llevó al cine porno?-. La muchacha se sintió humillada y llena de frustración. No pronunció palabra. Lo miró con odio y escapó entre el tumulto. Otro proyecto frustrado. Otra chica que no se pudo tirar. Ratzemberg reflexionó brevemente acerca de las causas de su inesperado fracaso. Tras unos segundos, arribó a una conclusión definitiva: era evidente que no estaba lo suficientemente madura para él. ¡Vaya churrazo que se había perdido, en todo caso! Era temporada de caza, y los cazadores estaban cargando sus escopetas.
[1] “las águilas no cazan moscas”
[2] Recuérdese el ingenioso mecanismo utilizado por Dick Deckard para detectar a los replicants, seres biomecánicos idénticos a los seres humanos en cada aspecto relevante, pero cuyo ingreso al planeta Tierra estaba prohibido.

Ensayo

Acerca de cómo el anarco-capitalismo puede alcanzar efectos similares a los del totalitarismo, e incluso posibilitar o complementar a un estado totalitario.


Anarco-capitalismo: Doctrina que propugna la completa autorregulación del mercado, amparando cualquier modo de explotación capitalista, y excluyendo toda participación del Estado en la economía.
Totalitarismo: Régimen político que lleva al Estado a su máxima expresión, entrometiéndose éste en todas las esferas de la vida de las personas.

Históricamente, hemos identificado a los estados totalitarios con sistemas que propugnan la planificación económica centralizada o, asociados frecuentemente al socialismo (soviético) y al fascismo. Es innegable que ésta asociación tiene fuertes fundamentos: el control de la economía es una forma muy eficaz de controlar al individuo. Ese es, por supuesto, el argumento central de los libertarios anarco-capitalistas. Ellos afirman que virtualmente todo totalitarismo es, para empezar, una dictadura económica. La solución óptima para evitarla es, en consecuencia, desterrar al estado del mercado (y, eventualmente, suprimir el estado). Y no me cabe duda que tienen algo de razón: una república genuinamente libre precisa altos grados de libertad económica, y una intervención ligera, moderada, y razonable, de los poderes públicos, pero no, en cambio, excluirlos del todo en la conducción de los asuntos económicos (¿qué sería de nosotros sin la oportuna intervención del Banco Central?). El argumento de los anarco-capitalistas lleva, sin embargo, el germen de su propia destrucción. La libertad absoluta conlleva la supresión del derecho, hace innecesaria la moral, y, consecuencialmente, acaba con los cimientos de la civilización. La sociedad anónima, en este contexto, opera como el vehículo más apto para concentrar altas cuotas de coactividad y poder normativo, y para utilizarlas a favor de un número limitado de individuos (directivos, accionistas, altos ejecutivos). Y eso es porque la corporación, a diferencia de las instituciones de la república, actúa motivada por razones exclusivamente instrumentales y, por lo tanto, utilitarias. Su objetivo es obtener una ganancia potencialmente ilimitada, por medio de la intermediación lucrativa de bienes y servicios. Su lógica, al igual que la de los estados, es expansiva y centralizadora y, por lo tanto, tiende a controlar todo lo que toca, inclusas las vidas de quienes de ésta dependen. La persecución del lucro es su propia razón de estado y, como tal, opera en el dominio del crathos, sin atender a consideraciones morales o jurídicas, salvo en tanto éstas le sean funcionales. El estado y la sociedad anónima, en consecuencia, no son muy diferentes entre sí. Aceptando esta premisa, podremos comprender mejor por qué el predominio absoluto de la corporación (consecuencia predecible de la completa libertad de empresa) contribuye a la formación de regímenes totalitarios. En una sociedad que ha perdido el derecho y la moral, las fuerzas civilizadoras por excelencia, el poder puede ser ejercido sin limitaciones por quienes lo detentan. El empleador puede imponer cláusulas como las que siguen: esterilización obligatoria, registro de correspondencia electrónica, represión de sindicatos, jornadas laborales monstruosas, vigilancia mediante circuito cerrado de televisión, registro. Los anarco-capitalistas incurren en la siguiente falacia: Cuándo lo hace el estado, es totalitarismo. Si lo hace la empresa privada, es optimización de recursos. Lo que no se resignan a reconocer, es que el totalitarismo es, justamente, la forma de optimizar recursos característica del estado absoluto, ya que la libertad de las personas es costosa. Ciertamente, no me refiero a recursos económicos, sino a quantums de poder estatal: mientras la corporación persigue maximizar sus ganancias, el estado busca maximizar su poder. Las motivaciones son, en principio, diferentes, pero los medios que emplean para obtener sus fines pueden llegar a ser estrictamente equivalentes. Se traducen estos en restringir, y hasta suprimir, la libertad del individuo.
Es perfectamente concebible un régimen que consagre una completa libertad económica y que, a la vez, presente los rasgos esenciales del totalitarismo. Podría decirse, en todo caso, que son fenómenos diferentes, ya que el trabajador puede sustraerse voluntariamente de su servidumbre, renunciando. Esto es relativo. Si todos (o al menos la generalidad) de los empleadores siguen políticas similares, esa libertad lo será sólo para perecer víctima de la inanición. Y si el derecho no reprime esa clase de prácticas, parece más que probable que la generalidad de los empleadores las ejecutará, en tanto resulten eficientes. Por lo tanto, la competencia y la (nominal) libertad de trabajo no bastan para asegurar la libertad.
En este contexto, la conclusión necesaria es que la completa libertad de empresa trae aparejada la supresión de la libertad del mayor número. Entendido el problema de esta forma, veremos como el principio anarco-capitalista puede compatibilizarse perfectamente con el estado totalitario. Para que esto funcione, es precisa una alianza, a lo menos tácita, entre el estado y la clase de los propietarios. Se requiere además, un grado relativamente alto de desarrollo tecnológico, que posibilite. Ambos principios no solo no son contradictorios, sino que se complementan: al capitalista le conviene contar con un estado represivo. Al estado le conviene reducir a sus ciudadanos a un perpetuo estado de servidumbre, a fin de controlarlos mejor y, de esa manera, maximizar su poder. La derrota de los sistemas de planificación centralizada demostró que la colectivización de la economía no es un mecanismo práctico de control social, y que el mercado posee un potencial coercitivo y uniformador todavía mayor que la planificación. La existencia de un mercado libre, por otra parte, en nada obsta al control estatal absoluto de la población. Las cámaras de vigilancia, el procedimiento inquisitivo puro, la supresión del Habeas Corpus, el panóptico, la legislación sobre “estados antisociales” y, en definitiva, la abolición de la privacidad y de la libertad, pueden operar perfectamente bien en una economía de libre mercado. Es más, hay ejemplos (históricos y contemporáneos) que así lo demuestran: la dictadura militar chilena, Singapur, Hong Kong bajo la soberanía china. Por otra parte, la actual República Popular China se ha estado abriendo exitosamente al mercado, manteniendo al mismo tiempo altos grados de represión civil. Vladimir Putin, asimismo, se asesora con economistas neoliberales al tiempo que siembra la semilla del despotismo. George W. Bush y su Ley Patriótica son todavía peores, considerando que Estados Unidos ha tenido una larga y próspera tradición liberal. Se trata de gobiernos de corte totalitario, que, no obstante, acogen el principio neoliberal, incluso con ciego fanatismo.
En fin, mi propósito es invitarlos, mis bienamados lectores, a dos cosas: 1.- No debemos creer que, por el hecho de haberse impuesto la economía de mercado, estamos a salvo del totalitarismo. Por el contrario, éste es una amenaza permanente, que debe ser combatida siempre y a todo evento, desde que está en estado germinal. En nuestro país, hay diversos agentes que presentan el germen del totalitarismo. De partida, “Paz ciudadana”, “Hacer familia” (y afines), “Libertad y desarrollo”, ciertas universidades privadas, y prácticamente todos los partidos políticos democráticos. 2.- No debemos creer que toda intervención normativa es antiliberal. Recordemos que el liberalismo se institucionaliza por medio de un conjunto de normas jurídicas. Es necesario, en consecuencia, acudir al derecho para evitar que la libertad sea conculcada. Además, debemos exigir que prime el derecho (liberal) y la moral por sobre las consideraciones estrictamente instrumentales, siempre que se encuentren en conflicto. Para prevenir eficazmente el totalitarismo, es necesario consolidar los valores liberales. Es mucho lo que hemos de avanzar en ese respecto.

Watchmen


Alan Moore es conocido, en el medio de las historietas de ficción, como uno de sus exponentes de mayor elocuencia. “Watchmen” es una de sus mejores obras, sino la mejor de todas. El argumento La historia nos sitúa en un 1985 alternativo. Estados Unidos han triunfado en la guerra de Viet Nam, y Richard Nixon ha gobernado ya durante cuatro períodos consecutivos. La URSS ha invadido Afganistán, y se prepara para avanzar sobre Pakistán, precipitando un irremediable conflicto nuclear, que acabará con la vida sobre la Tierra. En este contexto, Rorscharch (Walter Kovacs), un oscuro vigilante urbano, investiga el asesinato de Edward Blake, un antiguo e inescrupuloso “héroe de acción” que trabaja para el gobierno americano, conocido como “The Comedian”. Tras investigar los detalles del asesinato (y sus secuelas) Rorscharch arriba a la conclusión de que se encuentra suelto un asesino de héroes enmascarados. Por supuesto, semejante investigación resulta, por decir lo menos, superflua, ante la inminente catástrofe mundial, pero el devenir del relato irá dándole cada vez más sentido ésta. Baste por ahora con esa sinopsis. A lo largo de sus doce capítulos, la historieta entretiene y envuelve. Sus personajes encantan y aterran. Son (o fueron) “héroes de historieta”, “caricaturas”, “monigotes”. Pasaron de la gloria a la infamia, y de ahí, a la lucha por la supervivencia. Apelan a lo primordial, también a lo sofisticado. Ninguno es un ejemplo de bondad, ni de maldad. Son todos (menos uno) seres humanos sufrientes y conflictivos. Entre ellos hay miedo, ambición, codicia, maldad, e incluso amor. Vale la pena echarles una hojeada.
La novela gráfica “Watchmen” es, huelga decirlo, una de las más excelsas manifestaciones del noveno arte, y su lectura resultará de provecho para todo aquel interesado en la ficción contemporánea, sin desalentar ni desilusionar al crítico lector de clásicos de la literatura. Su historia, muy elaborada, incluye personajes complejos (notablemente bien construidos, algunos de ellos), vivos colores, y un argumento envolvente e intenso (incluso tensionante). Recomiendo (gravemente) su lectura en inglés, por su poesía y realismo (realmente me parece implausible imaginar a esos personajes hablando en castellano).
A las gentes que no gustan (al menos, no en principio) del género, les digo: No se dejen llevar por la (aparente) puerilidad del formato. La historieta es más que unos cuantos monos con globitos, así como el cine es más que puras imágenes en movimiento. Perciban, en cambio, lo elocuente, lo clásico, lo imperecedero. De eso en “Watchmen” hay, y bastante.

M*A*S*H


En la sorprendentemente divertida extravaganzza cinematográfica “M*A*S*H”, nos encontramos con un grupo de nobles cirujanos, bien dispuestos a atender a los héroes heridos, mutilados, desgarrados –pero no en el espíritu-, rescatados de los más obscuros intersticios del campo de batalla. Sus picarescas trivialidades –la película no sino una suma de trivialidades- a menos de cinco kilómetros de una de las guerras más terribles del siglo XX hacen una fábula sorprendente acerca de la naturaleza absurda de la existencia del hombre. Y el resultado no sólo es lúcido; es persuasivo. La historia humana es una comedia histérica en la que confluyen el azar y el absurdo. La historia es una sátira de si misma. El desquiciamiento es total y la única manera de eludirlo es el suicidio; “ex nihilo, nihil”. Y Robert Altman se percata de ello. Lo agarra, lo exprime, lo explota. Pone a sus personajes en situaciones estúpidas, da cuerda a la naturaleza. Y el resultado es un desfile de carcajadas, extendido por dos horas de metraje, que incluye suicidios, bromas estudiantiles y apuestas deportivas. Y la guerra es el telón de fondo para el sinsentido y el descalabro.
La gesta trágica de la guerra y la épica virilidad de sus héroes, se encuentran completamente ausentes en “M*A*S*H”. Y no sin buenas razones. Desprovista de los majestuosos atavíos que una la hicieron hermosa, la guerra se ha tecnificado del todo y ha terminado por perder el sentido. La proliferación de bazucas, gas VX, tanques, cazas de combate, rifles, ametralladoras, granadas, helicópteros, jeeps, bombas de racimo, bala dundún y otras varias amenidades han hecho de la guerra moderna un carnaval de ridiculeces mecanizadas que suscitan una legítima burla entre los caballeros de juicio. Tras la máscara de gases, el soldado moderno se nos presenta como un idiota sin rostro, anónimo, mutilado de subjetividad y vulnerable a la inflación. La destrucción gratuita de poblaciones completas es censurada por los hipócritas y los ciegos, pero no trasciende, no es importante. La sangre es reemplazada por el humo. La humanidad queda desnuda frente a su ridiculez. El absurdo comparece –al fin- entre nosotros. El Siglo XX ha llegado a su apogeo. ¿Y qué actitud debiéramos adoptar nosotros, la gente de luces? La respuesta de Robert Altman es “la risa”. De ahí, “M*A*S*H”. Así que sigan los venturosos rumbos del ejército libertador norteamericano por los hostiles caminos de la Península de Corea. Acompañen a Hawkeye Pierce; a “Painless”, “Dago”, “Trapper”, “Hot Lips”, Col. Henry y un elenco estelar. Créanme: no se arrepentirán.
Finalmente, si admitimos la tesis de “M*A*S*H” y aceptamos que la vida no tiene sentido y que la muerte no es nada, ¿entonces qué? A quienes encuentren dificultades en la formulación razonada de esa respuesta, los invito a ver el culo de Britney en su último video.
Nota: Todo comentario que haga referencia a Sastre, Ionesco, Camus o similar, será inmediata y enérgicamente censurado.

Diatriba contra un honorable diputado (publicado originalmente en 2007)

Un (honorable) diputado izquierdista reclamó hoy por la tarde que en Chile “no había democracia” porque la “mayoría de la Cámara de Diputados se negó a debatir en torno a la despenalización parcial del aborto” y porque no se dejaba que “las agrupaciones indígenas y sindicales entraran a presenciar los debates de la Cámara”. Al margen de mis opiniones acerca del tema sublite, es evidente que el honorable no tiene las cosas muy claras. Para empezar, la democracia que establece la Constitución es representativa, lo que significa que el pueblo (los electores) elige por mayoría a representantes (diputados) para que debatan y legislen en representación del mismo. Si al pueblo se le ocurre elegir a una montonera de beatos hipócritas, es cosa del pueblo. Por otra parte, si los “grandes actores sociales” (que, en definitiva, son minoritarios grupos de presión) no entran al Congreso, es porque dejan la cagada.
Por supuesto, no vamos a suponer que el honorable sea un ignorante. Rebajemos el insulto a afirmar que es un socialista y que, en su concepto, la democracia no se ejerce desde el parlamento sino directamente por las “fuerzas sociales”. Si eso es así ¿qué sentido tiene la representación parlamentaria? Más nos valdría dejar que la poblada organizara consejos comunales, cordones industriales y asambleas populares (¿algo de esto suena familiar?). En otras palabras, dejar que la plebe irracional destruya todo rastro de construcción civilizatoria. Sí, eso también sería “democracia”.
La política es algo demasiado importante como para dejarla a merced de la canalla. Lo fundamental es que las grandes decisiones estén determinadas por la elite, que es siempre más sensata, juiciosa y consciente de sus intereses de largo plazo. Habiendo consenso en torno a la economía liberal y la democracia parlamentaria (representativa), todo está bien. Mientras las masas vulgares e ignorantes estén marginadas de la política y entretenidas con Shakira y la Teletón, todo está bien. Que voten por el palo blanco que quieran.

Mao: el mayor demócrata de la Historia


Es preciso un “ajuste de cuentas” con ciertos conceptos que han sido persistentemente prostituidos por diversos actores inexcusablemente ignorantes y majaderamente tendenciosos. Me refiero a la prensa toda (local y extranjera), Holywood, Amnistía Internacional y la Casa Blanca. Mi querella consiste en que todos esos medios insisten en sobrevalorar la democracia, situándola en un pie de legitimidad indiscutido e indiscutible. Deforman, además, el concepto mismo de democracia, destruyendo aquello que en filosofía política siempre estuvo meridianamente claro: la democracia es, conceptualmente, el gobierno de la mayoría. Si la mayoría no puede gobernar por sí misma, entonces delega (explícita o tácitamente) su voluntad (soberana) en alguna autoridad (Góngora). De tal modo, la democracia es, en términos prácticos a la vez que conceptuales, un mecanismo para elegir autoridades basado en la regla de la mayoría. El ejercicio de la democracia no presupone la existencia de libertades individuales (Stuart Mill) ni de separación de poderes (Montesquieu) ni de derechos contramayoritarios (Dworkin). En otras palabras, la democracia no implica liberalismo, de modo que puede haber democracias dictatoriales (Franco) y democracias totalitarias (Mussolini). Para que exista democracia, tampoco es necesario que hayan elecciones: basta el consentimiento mayoritario del pueblo, sea por aclamación carismática (Kim il Sung) o por mecanismos plebiscitarios (Perón, Hussein). Por lo mismo, la democracia puede llevar a la peor de todas las tiranías. En rigor, la democracia con que tanto se llenan la boca los medios de comunicación masiva es una versión de democracia y, en mi concepto, la única moral y políticamente legítima: la democracia liberal. Es máslo que realmente garantiza los derechos y libertades (el derecho natural) es el liberalismo y no la democracia. Las premisas legitimantes básicas de la actuación del Estado son esas, no la democracia. Por lo tanto, puedo encontrar perfectamente legítimo un gobierno monárquico (José II) o aristocrático (Venecia en el siglo XVIII) que respete dichos derechos.
En suma, la democracia está sobrevaluada, ya que la misma no supone más que el asentimiento de una mayoría que puede ser estúpida, inculta o irresponsable. Durante el Tercer Imperio, casi todos los alemanes eran nacional socialistas; durante el régimen fascista, casi todos los italianos profesaban dicha ideología. Y si de números estamos hablando, no me cabe duda que Mao ha sido el mayor demócrata del mundo. De ahí el título de esta columna.

Acerca de la obscenidad

Como todo concepto que deviene en el tiempo, lo que es obsceno o no, ha experimentado variaciones significativas. En nuestra órbita occidental, la obscenidad hace rato se ha identificado con lo impúdico[1], lo que “debe ocultarse”, aquello que normalmente no está a la vista del público, y que, en general, se identifica con los órganos encargados de la reproducción. Este contenido cultural, sea cual sea su fundamento, es algo de lo que no podemos escapar: está en nosotros a perpetuidad. Cuando nos desnudamos en público, es porque hemos “vencido el pudor” (y por lo tanto, en el fondo no lo consideramos “normal”). El estado de normalidad es, en nuestro contexto, muy diferente: lo “normal” es que estemos vestidos. Y eso ha sido así por siglos. Incluso los antiguos griegos andaban vestidos por pudor. Las célebres esculturas que los muestran en cueros, así como los juegos de guerra, y los eventos de atletismo en que participaban desnudos, eran expresiones culturales excepcionales, reservadas general para los seres más perfectos (más cercanos a la proporción áurea o canon de Policleto). Lo normal en Grecia era andar vestidos. Y eso persiste.
Pero ¿Es importante el pudor? Sí, es importante. El estado propio de la civilización es la vestimenta. Es eso lo que nos separa (externamente) del resto de los primates. El vestido es, y ha sido siempre, una manifestación relevante del espíritu humano. Ahora ¿la obscenidad, la impudicia, es mala per se? Mi respuesta es categórica: no lo es. La obscenidad está reservada, eso sí, para otros contextos. Me pregunto –por ejemplo- ¿qué sería de la sensualidad provocativa de los senos femeninos, si estos anduvieran al aire todo el día? Que magia tendría, en el acto sexual, el incursionar en el sexo de nuestra pareja, si éste estuviera a la vista para todos. Lo obsceno, lo impúdico, enriquece la vida. El erotismo basa parte importante de su atractivo en sus ritos. Uno de esos ritos fundamentales es el desnudo, símbolo de la intimidad y del secreto. Si todos anduviéramos en cueros, esa gracia se esfumaría, y el erotismo perdería parte importante de su contenido. Recordemos que la represión nos ayuda a intensificar aun más los placeres cuando éstos se nos presentan.
[1] Ver diccionario de la RAE en: www.rae.es

BIENVENIDA

Bienvenidos sean a mi nuevo blog, estimados lectores.