miércoles, 2 de septiembre de 2009

El Wagyu


Ayer probé el wagyu en “Las vacas gordas”, ilustrísimo expendio capitalino de carnes vacunas rostisadas. Me sorprendió la extrema ternura y grasitud de las carnes, así como la enorme facilidad para cortarlas. Se nota que el animal sacrificado no había hecho mucho en la vida. No era culpa suya. El pobre brutito no tuvo elección. Nadie le ofreció hacer pilates ni perseguir turistas imbéciles en la Fiesta de San Fermín. Además, nunca conoció vaca. No le midieron el colesterol ni nadie le tomó la presión arterial. No importaba. Esa pobre bestiecilla no estaba destinada a durar. Así, mientras degustaba los fofos tejidos de la bestia inmolada, derramaba una lágrima por la obvia improductividad de sus días.

Ud se preguntará, estimado lector, qué tanta pena por el animal. Después de todo, es sólo un bóvido. Además, tuvo una muerte higiénica e indolora, cosa de la que la bestia porcina no puede jactarse. Tristeza habría que tener por los pobres trabajadores nipones que se dedicaban a perfumarlo y alimentarlo, limpiar sus heces fecales y contarle cuentos dulces, para asegurarse que durmiera bien. No sé. En realidad, no sé si valga la pena derramar lágrima alguna por algo o por alguien. ¿Habrá sentido en algún momento el instinto de sobrevivencia? ¿Habrá tramado rebelarse contra sus captores?

Mutilado para nuestro deleite, el novillo wagyu que engullí anoche jamás conocerá ni un ápice del sufrimiento y de la miseria que todos los días inunda las calles y las llena de inmundicia. Más que entristecerse por su vida sin sentido, quizás lo sensato sea envidiarlo. Nunca tuvo que conformarse con las estúpidas y degradantes convenciones sociales. Jamás supo de la hipocresía ni del latrocinio al que nos vemos constantemente expuestos en nuestras vidas miserables. Para él, nada tuvo sentido. Pero, en realidad, tal vez nada tenga sentido. El sinsentido nos hace libres. Somos libres y estamos solos. No hay nada más.

En lo personal, pese a la ternura del wagyu, sigo prefiriendo las razas inglesas clásicas, propias del Río de la Plata. Fundamentalmente, porque esas razas no me hacen llorar.