martes, 10 de febrero de 2009

"Stalker" (cuento)

Cinco veces la trató de abordar. No tenía éxito. Sus competidores directos –los machos alpha- se agrupaban en torno a ella como hienas. Su carne lozana y aromática exhalaba un cálido sudor. Olía a pubertad. Varias veces la trató de abordar, pero ahora tendría éxito. Ratzemberg preparó concienzudamente su embestida. La había craneado metódicamente durante largas veladas de chat y onanismo. Nadie podría interponerse entre su lanza y la rozagante vagina de su presa. Nadie. Pero… ¿por qué triunfaría Ratzemberg donde hasta los mejores habían fracasado? No tenía músculos, ni estatura, ni tampoco era bien parecido. De hecho, ni siquiera se bañaba. ¿Qué tenía entonces? ¿Encanto? Pues claro. Ratzemberg creía poseer un ilimitado encanto, capaz de someter a la más esquiva mozuela. Su apariencia de intelectual de izquierdas unida a su talento (también ilimitado) bastaba –y aún sobraba- para emprender con éxito cualquier conquista. Con todo ¿por qué aún no lograba acostarse con alguna chica? ¿Una mala racha, tal vez? Asumamos que las chicas de la universidad eran todavía inmaduras y superficiales y que, en el fondo, no le bastaban. Es más, si lo rechazaron, tanto mejor. Aquila non capit muscas[1], pensaba con regocijo.

Aquella tarde quedó de reunirse con ella. El pretexto era muy sencillo: Elías Ratzemberg, doctísimo estudiante de estadística y ciencias sociales requería de la cooperación de una muchacha de buen talante, a fin de concretar una importante investigación para el Centro de Estudios del Comportamiento Humano. Los detalles de la susodicha cooperación serían arreglados en el transcurso de la noche. En todo caso, Ratzemberg le había adelantado que se trataría de una edificante experiencia cinematográfica. Es increíble lo que el talento puede hacer en favor de la seducción, pensaba.

Una vez que llegaron al lugar del experimento, ella se sobresaltó. Era el célebre teatro Rommy, especializado en cine pornográfico. Estaban dando un ciclo especial de clásicos porno de los setentas, a precios populares, por supuesto. Pequeñas grandes joyas como “Las mucamitas viciosas”, “Juana la guarra” y “Noventa y nueve semanas y media” eran proyectadas hora tras hora, en un programa rotativo. – ¡Cómo me traes a ver esta cosa…!!- gritó ella, exaltada. A continuación, Ratzemberg ilustró a su compañera -dando gala de infinita paciencia y mayor talento- con un elenco de convincentes razones para ingresar a ver las películas. Le explicó que el propósito del experimento era determinar la frecuencia oscilatoria de las pupilas y el grado de dilatación involuntaria del iris, mediando la exposición del paciente a una sucesión ininterrumpida de imágenes de contenido erótico. El instrumento de medición a utilizar era un aparato de diagnóstico del astigmatismo (convenientemente sustraído de la consulta del doctor Ratzemberg senior la noche anterior). Tras la explicación, la muchacha accedió, más curiosa que convencida. La verdad es que toda esa parafernalia le recordaba demasiado a “Blade Runner”[2], clásico cyber-punk de los ochentas.

Ahora, tan sólo un obstáculo se erigía entre el cazador y su presa: la falta de dinero. - ¿Me puedes pagar la entrada? Sabes, se me olvidó traer mi billetera. Tú comprendes, los sujetos brillantes solemos ser distraídos-. La chica no asintió de inmediato. La verdad, todavía no sabía que pensar acerca de todo esto.

Una vez adentro, Ratzemberg y su compañera se sentaron en sendas butacas, justo en la mitad de la sala. Estaban proyectando “Orgías en el hospital”, exitosa secuela de “Jenny, la enfermera afrodita”. Ella pagaba las palomitas.

Mientras la muchacha se introducía en las dulces aguas del séptimo arte, Ratzemberg escribía una serie de palabras ininteligibles en una libreta, simulando anotar los pormenores del experimento. Transcurridos quince minutos, la tomó de la mano e intentó besarla. No tuvo éxito: ella lo había esquivado una vez más (era la sexta). En la pantalla, Jenny le realizaba una fragorosa felación a un paciente minusválido. El metraje llevaba treinta minutos.

El minusválido eyaculó en la boca de Jenny. Detrás de la pantalla, Ratzemberg fraguaba industriosamente un plan alternativo. La esquiva doncella habría de caer, eventualmente. Probablemente ni siquiera se había percatado de las intenciones de Ratzemberg, encontrándose todavía absorta en la contemplación de pollas y vaginas. Después de todo ¿qué chica sería capaz de resistírsele? El séptimo intento fue algo más evidente, y la reacción de la fémina un poco más brusca. Luego del intento de beso, un claro gesto de desagrado se dibujó en el hermoso rostro de la muchacha. Nuevamente había fracasado. ¿Era para preocuparse, en todo caso? ¡Por supuesto que no!: es un hecho inconcuso que las mujeres suelen renegar de las atenciones de quienes más desean, puesto que prefieren ser conquistadas por la fuerza. La tenía loca, eso era evidente.

Finalmente, Ratzemberg optó por sujetar a la muchacha por el mentón y besarla a la fuerza, intentando frustradamente introducirle la lengua en su boca. ¡Victoria!, clamó el talentoso. Desde luego, la desesperada resistencia de la chica fue interpretada como un síntoma inequívoco de la ardorosa pasión despertada por el beso de su nuevo amante. La muchacha comenzaba a sentirse como Betsy, el personaje de Cybill Shepherd en “Taxi Driver”. “Me han traído aquí para chingar”, pensó. Los créditos de la película inundaban la pantalla.

Ratzemberg, satisfecho con su osadía, planificaba su siguiente movimiento. Ya había pasado de tercera base. “Las mucamitas viciosas” estaban en su décimo minuto. Era tiempo de atacar.

Antes que Ratzemberg pudiera intentar movimiento alguno, se sucedió una serie de acontecimientos de suyo curiosos. En la fila de atrás, una mujer obesa y ordinaria y llena de lápiz labial observaba atentamente la película. Una espesa humareda la rodeaba por completo. Fumaba como carretonera. De pronto, un hombrecillo insignificante se le acercó. En medio de la humareda, empezaron a follar frenéticamente. Asqueada por el insoportable jadeo, la chica se retiró indignada. Ratzemberg fue tras ella: había jurado que no se le escaparía de nuevo. Era la tarde del jueves.

Al día siguiente, Ratzemberg la fue a esperar a su casa (sin avisarle, por supuesto). Fácil labor, en todo caso: el cazador había hecho su tarea con suma diligencia, averiguando todos los horarios y lugares relevantes. Incluso había trazado un itinerario pormenorizado en función de la cacería. A las cuatro y media, el talentoso Ratzemberg se encontraba sentado en la cama de su víctima, masturbándose con las prendas íntimas que había sustraído de la cómoda minutos antes. Había trepado por el muro de la propiedad, aprovechando que el cuarto de la chica tenía el ventanal abierto. Minutos después, la muchacha abrió la puerta de su pieza. “Es un psicópata. Es un psicópata y me va a violar”, pensó. Sin inmutarse, Ratzemberg la abordó con una conversación trivial. Le comentó acerca de unos ciclos de cine negro que estaban pasando en sepa Dios qué teatro. No la convenció. Acto seguido, la invitó a tomar café en un sitio muy ameno que conocía. Ella haría lo que fuera por sacarlo de la casa. Aceptó resignada.

Las paredes de la cafetería estaban pintadas de color negro. La música ambiental era genuinamente insoportable. Era un café beatnik, por cierto. Entraron y se sentaron. Ratzemberg le ofreció un porro de hachís “del bueno”, en su opinión. Mientras fumaban, él le empezó a hablar de arte conceptual. Diez minutos más tarde, la muchacha se había relajado por completo. Ratzemberg le susurró al oído un piropo sexual. Ella estalló en risas. Cinco minutos después, salieron del recinto. Ella pagó, por supuesto. De pronto era de noche y estaban el portón del “Cosmonauta”. Ratzemberg la trató de besar nuevamente. Fue el octavo fracaso. Debían ser los efectos del porro, seguramente.

Superada la algarabía del hachís, él le sugirió que se acostaran. No alcanzó a recibir respuesta cuando fueron súbitamente descubiertos por la policía. Sin decir una palabra, Ratzemberg huyó, raudo como el viento. Su compañera quedó sola y a merced del Estado. Fue detenida por encontrarse bajo el efecto de estupefacientes ilícitos en plena vía pública. Según la aplaudida Ley de Estados Antisociales, se trataba de una candidata perfecta para el programa de reeducación y readaptación social.

Una vez en el recinto de detención, el defensor público la sermoneó como un cura. Le aconsejó integrarse a uno de esos grupos juveniles que organizan las parroquias. Él mismo había conocido a su esposa en “Jóvenes por la eucaristía”. Incluso le recomendó un programa en particular, dirigido por un cura jesuita: había logrado reincorporar a la Iglesia a muchos jóvenes desorientados, decía. “Una hermosa jovencita con todo un camino que recorrer no puede estar arruinándose la vida así”, declamó, dando cuenta de una preocupación casi paternal. Hasta la instó a inscribirse en el registro electoral. Curiosamente, el juez instructor fue mucho menos severo: la declaración indagatoria fue corta y sin mucha pompa. Tenía más trabajo, sin duda. Todo indicaba que tendría que pasar dos meses en un taller de reeducación impartido dos veces a la semana en el centro comunitario. No era tan grave.

Ya afuera del recinto, la muchacha quedó completamente sola. No sabía la hora, ni el lugar, ni tampoco tenía muy claro lo que estaba pasando. Aparentemente era la mañana del sábado. Un par de policías la escoltaron hasta su casa.

El lunes, la fresca y lozana chiquilla asistió regularmente a sus clases de literatura. Era una novata, y por lo tanto no conocía a Ratzemberg, quien moraba por dicha facultad hace buen tiempo. Turbada por los extraños acontecimientos, la muchacha comentó sus recientes experiencias a Francisca, su amiga del alma. ¡Pero si hay un Elías Ratzemberg en la Facultad!- afirmó Francisca. Presa de un tremendo interés y mayor curiosidad, la chica pidió a su amiga una individualización completa del susodicho. ¡Vaya alcance de nombres!, pensó. La descripción proporcionada por su amiga fue precisa y acuciosa: estatura mediana, delgado, desaseado, barba incipiente e irregular, bigotes asimétricos, cara de roedor, voz de serpentín. La bella muchacha tuvo un buen tema en que pensar aquella tarde.

Al día siguiente, Francisca divisó la esbelta y augusta silueta de Elías Ratzemberg. Presurosa y diligente, fue en busca de su amiga. – ¡Ese es Elías Ratzemberg!- señaló- ¿Tendrá algo que ver con el que te llevó al cine porno?-. La muchacha se sintió humillada y llena de frustración. No pronunció palabra. Lo miró con odio y escapó entre el tumulto. Otro proyecto frustrado. Otra chica que no se pudo tirar. Ratzemberg reflexionó brevemente acerca de las causas de su inesperado fracaso. Tras unos segundos, arribó a una conclusión definitiva: era evidente que no estaba lo suficientemente madura para él. ¡Vaya churrazo que se había perdido, en todo caso! Era temporada de caza, y los cazadores estaban cargando sus escopetas.
[1] “las águilas no cazan moscas”
[2] Recuérdese el ingenioso mecanismo utilizado por Dick Deckard para detectar a los replicants, seres biomecánicos idénticos a los seres humanos en cada aspecto relevante, pero cuyo ingreso al planeta Tierra estaba prohibido.

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