martes, 10 de febrero de 2009

Ensayo

Acerca de cómo el anarco-capitalismo puede alcanzar efectos similares a los del totalitarismo, e incluso posibilitar o complementar a un estado totalitario.


Anarco-capitalismo: Doctrina que propugna la completa autorregulación del mercado, amparando cualquier modo de explotación capitalista, y excluyendo toda participación del Estado en la economía.
Totalitarismo: Régimen político que lleva al Estado a su máxima expresión, entrometiéndose éste en todas las esferas de la vida de las personas.

Históricamente, hemos identificado a los estados totalitarios con sistemas que propugnan la planificación económica centralizada o, asociados frecuentemente al socialismo (soviético) y al fascismo. Es innegable que ésta asociación tiene fuertes fundamentos: el control de la economía es una forma muy eficaz de controlar al individuo. Ese es, por supuesto, el argumento central de los libertarios anarco-capitalistas. Ellos afirman que virtualmente todo totalitarismo es, para empezar, una dictadura económica. La solución óptima para evitarla es, en consecuencia, desterrar al estado del mercado (y, eventualmente, suprimir el estado). Y no me cabe duda que tienen algo de razón: una república genuinamente libre precisa altos grados de libertad económica, y una intervención ligera, moderada, y razonable, de los poderes públicos, pero no, en cambio, excluirlos del todo en la conducción de los asuntos económicos (¿qué sería de nosotros sin la oportuna intervención del Banco Central?). El argumento de los anarco-capitalistas lleva, sin embargo, el germen de su propia destrucción. La libertad absoluta conlleva la supresión del derecho, hace innecesaria la moral, y, consecuencialmente, acaba con los cimientos de la civilización. La sociedad anónima, en este contexto, opera como el vehículo más apto para concentrar altas cuotas de coactividad y poder normativo, y para utilizarlas a favor de un número limitado de individuos (directivos, accionistas, altos ejecutivos). Y eso es porque la corporación, a diferencia de las instituciones de la república, actúa motivada por razones exclusivamente instrumentales y, por lo tanto, utilitarias. Su objetivo es obtener una ganancia potencialmente ilimitada, por medio de la intermediación lucrativa de bienes y servicios. Su lógica, al igual que la de los estados, es expansiva y centralizadora y, por lo tanto, tiende a controlar todo lo que toca, inclusas las vidas de quienes de ésta dependen. La persecución del lucro es su propia razón de estado y, como tal, opera en el dominio del crathos, sin atender a consideraciones morales o jurídicas, salvo en tanto éstas le sean funcionales. El estado y la sociedad anónima, en consecuencia, no son muy diferentes entre sí. Aceptando esta premisa, podremos comprender mejor por qué el predominio absoluto de la corporación (consecuencia predecible de la completa libertad de empresa) contribuye a la formación de regímenes totalitarios. En una sociedad que ha perdido el derecho y la moral, las fuerzas civilizadoras por excelencia, el poder puede ser ejercido sin limitaciones por quienes lo detentan. El empleador puede imponer cláusulas como las que siguen: esterilización obligatoria, registro de correspondencia electrónica, represión de sindicatos, jornadas laborales monstruosas, vigilancia mediante circuito cerrado de televisión, registro. Los anarco-capitalistas incurren en la siguiente falacia: Cuándo lo hace el estado, es totalitarismo. Si lo hace la empresa privada, es optimización de recursos. Lo que no se resignan a reconocer, es que el totalitarismo es, justamente, la forma de optimizar recursos característica del estado absoluto, ya que la libertad de las personas es costosa. Ciertamente, no me refiero a recursos económicos, sino a quantums de poder estatal: mientras la corporación persigue maximizar sus ganancias, el estado busca maximizar su poder. Las motivaciones son, en principio, diferentes, pero los medios que emplean para obtener sus fines pueden llegar a ser estrictamente equivalentes. Se traducen estos en restringir, y hasta suprimir, la libertad del individuo.
Es perfectamente concebible un régimen que consagre una completa libertad económica y que, a la vez, presente los rasgos esenciales del totalitarismo. Podría decirse, en todo caso, que son fenómenos diferentes, ya que el trabajador puede sustraerse voluntariamente de su servidumbre, renunciando. Esto es relativo. Si todos (o al menos la generalidad) de los empleadores siguen políticas similares, esa libertad lo será sólo para perecer víctima de la inanición. Y si el derecho no reprime esa clase de prácticas, parece más que probable que la generalidad de los empleadores las ejecutará, en tanto resulten eficientes. Por lo tanto, la competencia y la (nominal) libertad de trabajo no bastan para asegurar la libertad.
En este contexto, la conclusión necesaria es que la completa libertad de empresa trae aparejada la supresión de la libertad del mayor número. Entendido el problema de esta forma, veremos como el principio anarco-capitalista puede compatibilizarse perfectamente con el estado totalitario. Para que esto funcione, es precisa una alianza, a lo menos tácita, entre el estado y la clase de los propietarios. Se requiere además, un grado relativamente alto de desarrollo tecnológico, que posibilite. Ambos principios no solo no son contradictorios, sino que se complementan: al capitalista le conviene contar con un estado represivo. Al estado le conviene reducir a sus ciudadanos a un perpetuo estado de servidumbre, a fin de controlarlos mejor y, de esa manera, maximizar su poder. La derrota de los sistemas de planificación centralizada demostró que la colectivización de la economía no es un mecanismo práctico de control social, y que el mercado posee un potencial coercitivo y uniformador todavía mayor que la planificación. La existencia de un mercado libre, por otra parte, en nada obsta al control estatal absoluto de la población. Las cámaras de vigilancia, el procedimiento inquisitivo puro, la supresión del Habeas Corpus, el panóptico, la legislación sobre “estados antisociales” y, en definitiva, la abolición de la privacidad y de la libertad, pueden operar perfectamente bien en una economía de libre mercado. Es más, hay ejemplos (históricos y contemporáneos) que así lo demuestran: la dictadura militar chilena, Singapur, Hong Kong bajo la soberanía china. Por otra parte, la actual República Popular China se ha estado abriendo exitosamente al mercado, manteniendo al mismo tiempo altos grados de represión civil. Vladimir Putin, asimismo, se asesora con economistas neoliberales al tiempo que siembra la semilla del despotismo. George W. Bush y su Ley Patriótica son todavía peores, considerando que Estados Unidos ha tenido una larga y próspera tradición liberal. Se trata de gobiernos de corte totalitario, que, no obstante, acogen el principio neoliberal, incluso con ciego fanatismo.
En fin, mi propósito es invitarlos, mis bienamados lectores, a dos cosas: 1.- No debemos creer que, por el hecho de haberse impuesto la economía de mercado, estamos a salvo del totalitarismo. Por el contrario, éste es una amenaza permanente, que debe ser combatida siempre y a todo evento, desde que está en estado germinal. En nuestro país, hay diversos agentes que presentan el germen del totalitarismo. De partida, “Paz ciudadana”, “Hacer familia” (y afines), “Libertad y desarrollo”, ciertas universidades privadas, y prácticamente todos los partidos políticos democráticos. 2.- No debemos creer que toda intervención normativa es antiliberal. Recordemos que el liberalismo se institucionaliza por medio de un conjunto de normas jurídicas. Es necesario, en consecuencia, acudir al derecho para evitar que la libertad sea conculcada. Además, debemos exigir que prime el derecho (liberal) y la moral por sobre las consideraciones estrictamente instrumentales, siempre que se encuentren en conflicto. Para prevenir eficazmente el totalitarismo, es necesario consolidar los valores liberales. Es mucho lo que hemos de avanzar en ese respecto.

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