jueves, 12 de marzo de 2009

Respuesta whig a las inquietudes de un anarquista

“El mejor argumento contra la democracia resulta de hablar cinco minutos con el votante promedio”
Winston Churchill

El ilustrado Juan Emar ha propuesto la abolición del parlamento. Me he propuesto responderle.
En primer lugar, puedo advertir que el punto central de su columna radica en fomentar la limitación del poder por medio de su fragmentación. Por cierto, no puedo estar más de acuerdo con el propósito que persigue y, por lo mismo, creo que Ud merece una respuesta razonable, aunque no sea plenamente satisfactoria.


I


En todas las sociedades humanas (ilustradas o no) hay cierto nivel de concentración del poder. Ello es inevitable y hasta cierto punto razonable, pues la existencia del Estado y del derecho es necesaria para asegurar la convivencia pacífica en libertad (mi argumento es puramente hobbesiano; no hace falta comentarlo). Por cierto, muchas veces el Estado llega demasiado lejos y traiciona sus fines ideales, concentrando un poder excesivo que violenta los derechos naturales de la humanidad y destruye toda posibilidad de libre desarrollo de las personas. Lo mismo ocurre cuando se concentra el poder en unos pocos mercaderes monopolistas que subyugan a las masas y las reducen a un estado materialmente similar al de la servidumbre. El remedio más eficaz que conocemos hasta el momento es el llamado Estado liberal de derecho, constituido formalmente y legitimado por el principio de la soberanía popular. El instrumento paradigmático por cuyo intermedio se encauzan las limitaciones al poder propias del modelo de Estado Liberal son sus constituciones.
El medio jurídico más idóneo que han adoptado las repúblicas civilizadas para limitar el poder del Estado son las constituciones liberales. Estas establecen áreas de inmunidad para los individuos (bajo la forma de derechos subjetivos públicos) frente a las acciones coercitivas de los poderes públicos y proveen a las personas de medios jurisdiccionales más o menos eficientes para tutelarlas. Esta es la técnica de los derechos fundamentales y la justicia constitucional. Asimismo, las constituciones establecen límites (internos y externos) a la actuación de las instituciones públicas, por medio del principio de juridicidad (sujeción a derecho). En cuanto a los abusos privados, se incorporan mecanismos que extienden la esfera de acción de la justicia constitucional a las violaciones de derechos fundamentales perpetradas por personas u organizaciones particulares.
Si bien estos mecanismos son imperfectos (tal vez intrínsicamente imperfectos), son efectivamente herramientas de utilidad para limitar las asimetrías de poder. Asimismo, existen organizaciones internacionales encargadas de velar por que los propios estados soberanos respeten los derechos de las personas (v.gr. la Corte Europea de los DDHH, con sede en Estrasburgo). Probablemente Ud pensará que la crudeza de la realidad triunfa sobre las expectativas normativas de respeto por el individuo. No le voy a mentir: tiene Ud razón. El asunto es que sin estos mecanismos jurídicos, el nivel de abusos sería muy superior y las expectativas de progreso, nulas o inexistentes.


II


El segundo punto de su columna cuestiona la necesidad de contar con un parlamento nacional y propone la instauración de una democracia directa cuya materialización sería posible gracias al alto nivel de desarrollo alcanzado por las tecnologías de la información. Contra su propuesta tengo dos objeciones fundamentales: (1) Existen razones de peso para conservar la institución del parlamento y (2) Su propuesta de democracia directa es inviable. Ambas objeciones están tan interrelacionadas que resulta conveniente tratarlas en conjunto.
En las repúblicas liberales impera (al menos teóricamente) el principio de soberanía popular y el sistema democrático (popular) representativo. El primer principio establece que el poder del Estado reside en los individuos que conforman una sociedad política, quienes, en virtud del segundo principio, lo delegan en las autoridades que la constitución establece y que operan como representantes y mandatarios de ese poder popular. En las sociedades modernas, la representatividad es y ha sido una premisa básica en la legitimación de las instituciones liberales (incluyendo aquellas que se rigen por un sistema de sufragio censitario o restringido), descartando la democracia directa (salvo excepciones, como el referéndum y el plebiscito). El argumento subyacente a dicho principio es el siguiente: en las sociedades modernas existe una división social del trabajo que exige de los individuos una dedicación especializada tan intensa que no les permite enterarse de los pormenores de los negocios públicos. En consecuencia, la concreción del principio de la soberanía popular demanda la existencia de una rama de trabajadores especializados en la creación de legislación, sus pormenores técnicos y sus implicaciones sociales y económicas. Tratándose de sociedades liberales, se espera que estos profesionales representen las principales corrientes de opinión del público y que consten con características personales y profesionales que los hagan idóneos para dicha función. El modo que se ha utilizado para lograr dicho cometido es la elección de estos funcionarios por medio de una votación popular consciente e informada. Lamentablemente, buena parte de esta doctrina se queda en los textos de teoría política y no se concreta en una realidad sustantiva, pues muchos parlamentarios son “humanos, demasiado humanos” (esto es, imbéciles). De tal modo, cuando uno ve parlamentarios deleitándose con pornografía en medio de una sesión legislativa, o bailando con una vedette en los corredores del congreso, se le pasan a uno por la cabeza ideas abolicionistas. Así y todo, sigue siendo preferible tener parlamento que no tenerlo. Para demostrarlo, propongo contrastar el actual estado de la cuestión con el escenario potencial que Ud sostiene como deseable. Adelanto, por cierto, que mi análisis se inclinará por conservar lo que hay o reformarlo, pero en ningún caso abolirlo.
La democracia directa presupone dos cosas: (1) tiempo (2) razonabilidad y (3) conocimientos técnicos especiales. Pasemos a analizarlos: (1) Tiempo: El tiempo es dinero. Por lo mismo, la mayor parte del ganado social emplea su tiempo en “hacer” dinero. Eso es lo que hacen, y mientras subsista el modo de producción capitalista, eso es lo que harán. Es más, es preferible que así sea pues, de otro modo, todos nos dedicaríamos a ser legisladores y nadie “trabajaría”; estaríamos tan ocupados en dictar reglas razonables para regular la convivencia social que tendríamos que abstraernos en gran medida de dicha convivencia, pues de otro modo, nuestras decisiones no serían lo suficientemente informadas, disminuyendo casi necesariamente la calidad de la legislación.
(2) Razonabilidad. El hombre medio puede que sea razonable para ordenar su presupuesto o para desempeñar su trabajo, pero no lo es ni está preparado para adoptar decisiones legislativas razonables. Ejemplo de ello es la reacción popular inmediata que se puede advertir frente a temas especialmente sensibles, como los delitos violentos: frente a ese fenómeno, el votante promedio reacciona con energía y firmeza, pero sin inteligencia, por ejemplo, proponiendo la pena de muerte para todos los violadores. Tomemos ese ejemplo. En los procesos judiciales por delitos sexuales existen básicamente dos maneras de probar una violación: (1) Mediante un examen médico especializado y próximo en el tiempo y (2) Por intermedio de testigos. Pues bien, la mayor parte de las veces la denuncia de la víctima es tardía; es muy común que el trauma psicológico de la violación inhiba su actuar por un tiempo superior al máximo requerido para pesquisar el injusto. Por otra parte, la mayoría de las violaciones son cometidas en lugares aislados u obscuros, limitando tremendamente la concurrencia de testigos. En ese contexto, el único antecedente razonable para condenar al sospechoso es el testimonio de la propia víctima, analizado científicamente. Con todo, basta la hoja de un corvo para suprimir incluso esa evidencia. Si a la violación se suma el asesinato, no sólo se comete un delito adicional y de mayor gravedad, sino que se asegura la impunidad del delito original. Sin embargo, no existirían incentivos eficientes para disuadir al hechor de cometer el segundo delito sin en ambos casos fuese conminado con la misma pena (de muerte). Por lo tanto, para maximizar la eficacia preventivo-general de la pena, la violación debe tener un castigo menor al de la violación con homicidio. Para llegar a esta conclusión –que aparentemente suena obvia- se necesitan el concurso de muchas ciencias: criminólogos, economistas, juristas, psicólogos, médicos, detectives, etc. Y, siendo poco probable que una persona de especial talento y sapiencia concentre dichos conocimientos, más improbable es todavía que un hombre común esté en condiciones de manejar todos los elementos de juicio requeridos para adoptar una decisión legislativa científicamente fundamentada y políticamente razonable en esta o en otras materias (v.gr. ¡económicas!). Por cierto, puede Ud agregar que un parlamentario promedio tampoco cuenta con dicha información. Es cierto, pero al menos cuenta con el tiempo y la asesoría conjunta de científicos y técnicos que es necesaria para arribar a una decisión razonable.
Desarrollar dicha razonabilidad en las personas comunes es posible, pero requeriría de una educación cívica de tan alta calidad que ni siquiera las repúblicas más civilizadas están en condiciones de proporcionar. Mucho más fácil sería, en cambio, proveer incentivos eficientes para que sean personas razonables e ilustradas las que postulen a escaños parlamentarios.
Son varios los incentivos posibles para mejorar la calidad de nuestros parlamentarios, atrayendo de dicha forma a las elites intelectuales a cargos legislativos, v.gr. incrementar el prestigio institucional del parlamento, incrementar la cuota relativa de poder político del parlamento en perjuicio del poder ejecutivo y, en general, reforzar y consolidar las instituciones republicanas; ¿difícil? Puede serlo, pero no tanto como establecer un parlamento de varios millones de personas desinformadas, poco razonables y con poco tiempo.